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El presente blog está dirigido a maestros, maestras, estudiantes y a todos aquellos que creen necesario iniciar desde la primera infancia a educar sujetos, que se manifiesten por medio de la resistencia de pensamiento, así mismo que se sientan orgullosos y felices de pertenecer y estar inmersos en una cultura.

viernes, 10 de diciembre de 2010

LA DEMOCRACIA Y LA EDUCACIÓN SEGÚN JOHN DEWEY


La formación del carácter del niño, el programa moral y político de la escuela, se califican a veces de “programa oculto”, pero en el caso de Dewey este aspecto de su teoría y práctica pedagógicas no fue menos explícito, aunque bastante menos radical, que el resto de los objetivos asignados al programa de estudios. Dewey no dudaba en afirmar que “la formación de un cierto carácter” constituía “la única base verdadera de una conducta moral”, ni en identificar esta “conducta moral” con la práctica democrática (Dewey, 1897b).

Según Dewey, las personas consiguen realizarse utilizando sus talentos peculiares a fin de contribuir al bienestar de su comunidad, razón por la cual la función principal de la educación en toda sociedad democrática es ayudar a los niños a desarrollar un “carácter” –conjunto de hábitos y virtudes que les permita realizarse plenamente de esta forma. Consideraba que, en su conjunto, las escuelas norteamericanas no cumplían adecuadamente esta tarea. La mayoría de las escuelas empleaban métodos muy “individualistas” que requerían que todos los alumnos del aula leyeran los mismos libros simultáneamente y recitaran las mismas lecciones. En estas condiciones, se atrofian los impulsos sociales del niño y el maestro no puede aprovechar el “deseo natural del niño de dar, de hacer, es decir, de servir (Dewey, 1897a, pág. 64). El espíritu social se sustituye por “motivaciones y normas fuertemente individualistas”, como el miedo, la emulación, la rivalidad y juicios de superioridad e inferioridad, debido a lo cual los más débiles pierden gradualmente su sentimiento de capacidad y aceptan una posición de inferioridad continua y duradera”, mientras que los más fuertes alcanzan la gloria, no por sus méritos, sino por ser más fuertes” (Dewey, 1897a, págs. 64 y 65). Dewey afirmaba que para que la escuela pudiera fomentar el espíritu social de los niños y desarrollar su espíritu democrático tenía que organizarse en comunidad cooperativa. 
 
La educación para la democracia requiere que la escuela se convierta en “una institución que sea, provisionalmente, un lugar de vida para el niño, en la que éste sea un miembro de la sociedad, tenga conciencia de su pertenencia y a la que contribuya” (Dewey, 1895, p. 224).
La creación en el aula de las condiciones favorables para la formación del sentido democrático no es tarea fácil, ya que los maestros no pueden imponer ese sentimiento a los alumnos; tienen que crear un entorno social en el que los niños asuman por sí mismos las responsabilidades de una vida moral democrática. Ahora bien, señalaba Dewey, este tipo de vida “sólo existe cuando el individuo aprecia por sí mismo los fines que se propone y trabaja con interés y dedicación personal para alcanzarlos” (Dewey, 1897a, pág. 77). Dewey reconocía que pedía mucho a los maestros y por ello, al describir su función e importancia social a finales del decenio de 1890, volvió a recurrir al evangelismo social, que había abandonado, llamando al maestro “el anunciador del verdadero reino de Dios” (Dewey, 1897b, pág. 95).

Como da a entender en su testamento, la teoría educativa de Dewey está mucho menos centrada en el niño y más en el maestro de lo que se suele pensar. Su convicción de que la escuela, tal como la concibe, inculcará en el niño un carácter democrático se basa menos en la confianza en las “capacidades espontáneas y primitivas del niño” que en la aptitud de los maestros para crear en clase un entorno adecuado “para convertirlas en hábitos sociales, fruto de una comprensión inteligentede su responsabilidad” (Dewey, 1897b, págs. 94 y 95).
La confianza de Dewey en los maestros también reflejaba su convicción, en el decenio de 1890, de que “la educación es el método fundamental del progreso y la reforma social” (Dewey, 1897b, pág. 93). Hay una cierta lógica en ello. En la medida en que la escuela desempeña un papel decisivo en la formación del carácter de los niños de una sociedad, puede, si se la prepara para ello, transformar fundamentalmente esa sociedad. La escuela constituye una especie de caldo de cultivo que puede influenciar eficazmente el curso de su evolución. Si los maestros desempeñaran realmente bien su trabajo, apenas se necesitaría reforma: del aula podría surgir una comunidad democrática y cooperativa.

La dificultad estriba en que la mayoría de las escuelas no han sido concebidas para transformar la sociedad, sino para reproducirla. Como decía Dewey, “el sistema escolar siempre ha estado en función del tipo de organización de la vida social dominante” (Dewey, 1896b, pág. 285). Así pues, las convicciones acerca de las escuelas y los maestros que esbozó en su credo pedagógico no apuntaban tanto a lo que era, sino a lo que podría ser. Para que las escuelas se convirtieran en agentes de reforma social y no de reproducción social, era preciso reconstruirlas por completo. Tal era el objetivo más ambicioso de Dewey como reformador educativo: transformar las escuelas norteamericanas en instrumentos de la democratización radical de la sociedad americana.

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