La formación
del carácter del niño, el programa moral y político de la escuela, se califican
a veces de “programa oculto”, pero en el caso de Dewey este aspecto de su
teoría y práctica pedagógicas no fue menos explícito, aunque bastante menos
radical, que el resto de los objetivos asignados al programa de estudios. Dewey
no dudaba en afirmar que “la formación de un cierto carácter” constituía “la
única base verdadera de una conducta moral”, ni en identificar esta “conducta
moral” con la práctica democrática (Dewey, 1897b).
Según Dewey,
las personas consiguen realizarse utilizando sus talentos peculiares a fin de
contribuir al bienestar de su comunidad, razón por la cual la función principal
de la educación en toda sociedad democrática es ayudar a los niños a
desarrollar un “carácter” –conjunto de hábitos y virtudes que les permita realizarse
plenamente de esta forma. Consideraba que, en su conjunto, las escuelas
norteamericanas no cumplían adecuadamente esta tarea. La mayoría de las
escuelas empleaban métodos muy “individualistas” que requerían que todos los
alumnos del aula leyeran los mismos libros simultáneamente y recitaran las
mismas lecciones. En estas condiciones, se atrofian los impulsos sociales del
niño y el maestro no puede aprovechar el “deseo natural del niño de dar, de
hacer, es decir, de servir (Dewey, 1897a, pág. 64). El espíritu social se
sustituye por “motivaciones y normas fuertemente individualistas”, como el
miedo, la emulación, la rivalidad y juicios de superioridad e inferioridad,
debido a lo cual los más débiles pierden gradualmente su sentimiento de
capacidad y aceptan una posición de inferioridad continua y duradera”, mientras
que los más fuertes alcanzan la gloria, no por sus méritos, sino por ser más
fuertes” (Dewey, 1897a, págs. 64 y 65). Dewey afirmaba que para que la
escuela pudiera fomentar el espíritu social de los niños y desarrollar su
espíritu democrático tenía que organizarse en comunidad cooperativa.
La educación
para la democracia requiere que la escuela se convierta en “una institución que
sea, provisionalmente, un lugar de vida para el niño, en la que éste sea un
miembro de la sociedad, tenga conciencia de su pertenencia y a la que
contribuya” (Dewey, 1895, p. 224).
La creación
en el aula de las condiciones favorables para la formación del sentido
democrático no es tarea fácil, ya que los maestros no pueden imponer ese
sentimiento a los alumnos; tienen que crear un entorno social en el que los
niños asuman por sí mismos las responsabilidades de una vida moral democrática.
Ahora bien, señalaba Dewey, este tipo de vida “sólo existe cuando el individuo
aprecia por sí mismo los fines que se propone y trabaja con interés y
dedicación personal para alcanzarlos” (Dewey, 1897a, pág. 77). Dewey
reconocía que pedía mucho a los maestros y por ello, al describir su función e
importancia social a finales del decenio de 1890, volvió a recurrir al
evangelismo social, que había abandonado, llamando al maestro “el anunciador
del verdadero reino de Dios” (Dewey, 1897b, pág. 95).
Como da a
entender en su testamento, la teoría educativa de Dewey está mucho menos
centrada en el niño y más en el maestro de lo que se suele pensar. Su
convicción de que la escuela, tal como la concibe, inculcará en el niño un
carácter democrático se basa menos en la confianza en las “capacidades
espontáneas y primitivas del niño” que en la aptitud de los maestros para crear
en clase un entorno adecuado “para convertirlas en hábitos sociales, fruto de
una comprensión inteligentede su responsabilidad” (Dewey, 1897b, págs.
94 y 95).
La confianza
de Dewey en los maestros también reflejaba su convicción, en el decenio de
1890, de que “la educación es el método fundamental del progreso y la reforma
social” (Dewey, 1897b, pág. 93). Hay una cierta lógica en ello. En la
medida en que la escuela desempeña un papel decisivo en la formación del
carácter de los niños de una sociedad, puede, si se la prepara para ello,
transformar fundamentalmente esa sociedad. La escuela constituye una especie de
caldo de cultivo que puede influenciar eficazmente el curso de su evolución. Si
los maestros desempeñaran realmente bien su trabajo, apenas se necesitaría
reforma: del aula podría surgir una comunidad democrática y cooperativa.
La
dificultad estriba en que la mayoría de las escuelas no han sido concebidas
para transformar la sociedad, sino para reproducirla. Como decía Dewey,
“el sistema escolar siempre ha estado en función del tipo de organización de la
vida social dominante” (Dewey, 1896b, pág. 285). Así pues, las
convicciones acerca de las escuelas y los maestros que esbozó en su credo
pedagógico no apuntaban tanto a lo que era, sino a lo que podría ser. Para que
las escuelas se convirtieran en agentes de reforma social y no de reproducción
social, era preciso reconstruirlas por completo. Tal era el objetivo más
ambicioso de Dewey como reformador educativo: transformar las escuelas
norteamericanas en instrumentos de la democratización radical de la sociedad
americana.
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